

Mí Más

Bonita
Causalidad
Diecisiete de agosto, dos desconocidos
Un mensaje, una respuesta y caminos unidos
Incertidumbre, confianza y complicidad
cautela y secretismo en la verdad
Temerosa de sentir felicidad
pensamientos y sueños que cambiaron de ciudad.
Diecisiete de agosto, dos desconocidos.
Camuflados tras el vidrio, ansiosos de cumplir lo prometido...
Mar, rocas, la luna… ese era el plan;
problemas que vienen, problemas que van.
Cigarros e historias, cual paciente en el diván
cientos de penas guardadas en el desván.
Diecisiete de agosto, dos desconocidos.
Como forasteros del desierto en los Estados Unidos
leyendo tus palabras reflejadas en el cristal
Sempiterno, sin principio ni final,
como el agua del mar acompañada de la sal
El diecisiete de agosto no podía ser casual.
CAPÍTULO 1
"DIECISIETE DE AGOSTO"
DIECISIETE DE AGOSTO
Hola, Forastera.
Recuerdo tus palabras como un susurro que no se quiere ir. “Hola, Forastero”, Fue tu respuesta aquel 17 de agosto de 2023, a un mensaje mío que parecía simple: “¿Qué tal va todo, Ana?”. Únicamente un saludo, de esos que uno envía sin pensar demasiado, pero con la intriga y preocupación que invade la duda, sin saber lo que el futuro depararía. Aquel día no fue como los demás.
Al principio, nuestra conversación parecía superficial, apenas un intercambio entre dos personas que todavía no se conocían bien. Sabía que no estabas aquí pero ni siquiera sabía dónde, y tu manera de ser un poco reservada mantenía cierta distancia que, de alguna forma, te hacía más interesante. Pero luego me sorprendió tu pregunta:
“¿Has vuelto a tener un bajón de ánimo?”
No era una pregunta cualquiera, no era un mensaje que se dijera por decir, era un recuerdo que tenías de mí. Había detrás de esas palabras un interés genuino, un cuidado silencioso que no buscaba ser reconocido, solo estaba ahí. Y de inmediato recordé aquel día en El Ibiza, cuando nos abrazamos al salir del trabajo. Fuiste la única que se dio cuenta de que algo no estaba bien en mí, y la única que preguntó sin más. Para ti quizá fue un gesto normal, pero para mí fue importante, un pequeño recordatorio de que alguien podía notar cómo me sentía.
Mirando atrás, todo se ve más claro. Entonces éramos dos desconocidos descubriéndose a través de palabras y silencios, poco a poco. Pero aquel día surgió un hilo invisible que empezó a unirnos. Sentí curiosidad, respeto y algo más profundo: un interés genuino por conocerte, por saber quién eras de verdad sin mayor objetivo que una posible amistad con una persona que se podía conversar.
Cuando te dije que parecías una persona madura para tu edad, respondiste:
“Me admiro aunque no lo parezca, solo que estoy en una etapa de auto superación, de superar todo lo que me ha pasado”.
Esa frase se quedó en mi mente, y quería saber los motivos por los cuales lo decías.
Hasta ese momento, tus historias eran fragmentos, retales de algo que no querías mostrar del todo. Pero ese día decidiste abrir la puerta un poco más y dejarme entrar, palabra a palabra.
Me hablaste de tu infancia, de tu familia: tu padre, tu madre, tu abuelo, tu hermana. Me contaste sobre los lugares que marcaron tu vida, desde Rumania hasta España, pasando por Castellón y Onda. Hablaste de tu trabajo, del gimnasio, de cosas cotidianas que para ti parecían normales pero que para mí eran pequeños detalles que me ayudaban a conocerte mejor. Cada cosa que compartías era un pedazo de ti, algo que no le cuentas a cualquiera.
Mientras leía tus palabras, no solo escuchaba tu historia; también podía sentirla pues aunque en esos momentos quizás no lo supieses soy una persona empática.
Todo eso formaba parte de ti, y tú lo compartías conmigo. Ese gesto me hizo darme cuenta de que realmente confiabas en mí.
Tu frase “Me admiro aunque no lo parezca” me hizo pensar en la fuerza silenciosa que todos llevamos dentro. Esa que no necesita que otros la reconozcan para saber quién son. Te respondí:
“¿Eres consciente de que tu valor no lo mide que haya habido gente que no haya sabido valorarte como se merece, ¿no?”
Y te envié un enlace a la fábula de El verdadero valor del anillo, esperando que entendieras que, aunque algunas personas no supieran ver tu verdadero valor, eso no quitaba nada de lo valiosa que eres.
En ese momento, no podía imaginar lo que vendría después. Solo sabía que quería seguir hablando contigo, conocer más de ti, estar allí aunque fuera a través de palabras escritas. Y tú, al abrirte y confiar en mi, me dejaste ver que también podía confiar en ti.
Acordamos que continuaríamos la conversación cuando nos viéramos en nuestro famoso “Paquete de tabaco en las rocas”. Esa promesa quedó flotando como un hilo invisible que unía nuestro presente con lo que vendría después. Era un recordatorio de que la amistad también se construye con cosas sencillas, momentos cotidianos y conversaciones compartidas.
Ese 17 de agosto marcó un antes y un después. Desde ese día, nuestras conversaciones cambiaron. Se hicieron más largas, más frecuentes y más profundas.
Empezaste a ocupar un lugar más importante en mi vida. Noté que te daba prioridad en mis notificaciones, que buscaba tus mensajes incluso entre el caos de mi móvil y sacaba tiempo para poder seguir sabiendo mas de ti y a la vez abrirme yo también contigo.
Los dias se llenaron de charlas que parecían no tener fin, risas, lamentos, pensamientos, ideas y un sinfín de mensajes compartidos.
Poco a poco, nuestra amistad crecía, lenta y constante, con la delicadeza de quienes se preocupan y se escuchan de verdad, como a ambos nos gusta, sin juzgar.
El verano comenzó a llegar a su fin, y septiembre llegó con su ritmo pausado.
Las conversaciones continuaban, algunas llenas de nostalgia, otras de humor, otras de reflexiones… pero ahí estabamos. Cada mensaje tuyo era una ventana a tu mundo, y cada respuesta mía era una forma de cuidar esa amistad que empezaba a ser importante.
Recuerdo que muchas veces me detenía a pensar en lo increíble que era descubrir a alguien poco a poco. Cada detalle de tu vida, cada recuerdo, cada emoción, revelaba algo nuevo sobre ti. Tu historia se desplegaba lentamente, sin prisas, con cuidado. Y yo quería aprender más, escuchar más, saber más, sin invadir, solo acompañar.
Esas conversaciónes me hizieron recordar que la amistad no siempre se construye con grandes gestos. A veces se forma con pequeños detalles: un mensaje a tiempo, una pregunta sincera, una palabra que demuestra preocupación. Aprendí que podía confiar en ti y que tú confiabas en mí. Esa confianza fue el inicio de algo más grande que aún no entendíamos del todo.
Pensé en tus palabras sobre autosuperación, y cómo a pesar de todo lo que habías pasado, seguías adelante. Sabia que quizá no pasabas por tus mejores momentos e intente escucharte y dar mi opinión con respeto, curiosidad y ganas de acompañarte, aunque solo fuera con palabras.
Y entendí que, más allá de mensajes y conversaciones, había algo profundo naciendo entre nosotros: una amistad que no se mide en tiempo, sino en calidad, en atención y en disposición de escucharse de verdad.
Esa comprensión silenciosa, ese interés genuino por conocer al otro, le daba sentido a cada palabra que intercambiábamos.
Desde aquel día, me sorprendía revisando el móvil con frecuencia, esperando un mensaje tuyo o queriendo contestar al momento.
Ya que cada vez era más asiduo que nos pasásemos horas y horas hablando y cada conversación era un nuevo descubrimiento, cada detalle que compartías un pequeño paso que me acercaba más y más a saber de ti.
Hablábamos de todo y de nada: recuerdos, anécdotas, pensamientos aleatorios, ideas surgidas sin planearlas. Y en cada frase, sentía que nuestra amistad se fortalecía, que algo se estaba construyendo de forma natural, sin forzar nada, con la naturalidad que solo tienen las relaciones sinceras.
A veces, después de un mensaje tuyo, me detenía a pensar en cómo alguien podía ser tan enigmático y a la vez tan abierto
El verano terminó, los días se hicieron más cortos y frescos, pero nuestra amistad siguió creciendo, constante y segura. El 17 de agosto quedó marcado como un día especial, un antes y un después. No solo porque hablamos más y nos contamos cosas importantes, sino porque comprendí algo esencial: cuando alguien confía en ti y te deja entrar en su mundo, nace un lazo que no se rompe con facilidad.
Y así, Forastera, comenzó todo. No era solo una conversación; era el inicio de algo que, con paciencia, tranquilidad y respeto, se iría construyendo palabra a palabra, mensaje a mensaje, momento a momento.
Ese día quedó grabado en mí, y la certeza de haber encontrado a alguien con quien se podía hablar y compartir, alguien cuyo mundo quería conocer, se convirtió en una sensación que todavía tengo presente.
Con el paso de los días, me fui dando cuenta de cómo cambiaban las cosas. Al principio, las conversaciones eran novedad. Pero poco a poco, se convirtieron en algo que esperaba con ansias. Me acostumbré a ver tu nombre en la pantalla, a reconocer tu forma de expresarte e incluso a imaginar tu reacción al otro lado de la pantalla.
Conforme el tiempo pasaba y las conversaciones cada vez eran más fluidas e interesantes, no podía evitar revisar el móvil de vez en cuando para ver si tenía alguna contestación o mensaje tuyo.
No era impaciencia, era una especie de calma mezclada con curiosidad. Me gustaba la idea de saber que estábamos allí, hablando, compartiendo cosas del día a día, reflexionando sobre la vida o simplemente riéndonos de algo sin importancia.
Y no me refiero solo a las palabras, sino a la manera de transmitir. Había algo en ti que se parecía a mí: esa forma de observar el mundo, de guardarse cosas, de pensar más de lo que se dice. Me di cuenta de que te entendía incluso cuando no decías mucho, porque tus silencios hablaban, y los míos también, e imagino que eso fue lo que nos conectó, el saber que estábamos forjando una amistad que nos comprendía.
Poco a poco, comencé a conocerte no solo por lo que contabas, sino por cómo lo contabas. Tus emoticonos, tus textos, tus pequeñas expresiones. Aprendí a leer entre líneas, a notar cuándo estabas bien y cuándo no tanto. Y cada vez que te sentía más cerca, algo en mí se calmaba. Era como si encontrar a alguien que te entiende sin necesidad de explicarlo todo fuera una especie de descanso.
A veces pensaba en todo lo que no sabíamos el uno del otro, en las cosas que el tiempo todavía no había mostrado. Y aun así, había una sensación de cercanía, como si hubiéramos coincidido en el momento justo.
No sé si fue casualidad o algo más, pero siempre he creído que las personas llegan cuando tienen que llegar. Aunque bueno, en mi caso sabes que no creo en la casualidad sino en causalidad, y la causa, en nuestro caso, en forma de amistad y de una manera poco común, al apenas haber podido compartir tiempo en persona.
Quizá tú llegaste en un momento en el que necesitaba recordar que todavía había gente con la que se puede hablar sin miedo, sin filtros y con naturalidad. Que se puede compartir algo tan simple como una conversación y que eso, en sí mismo, ya puede ser importante.
A veces pensaba en todo lo que fingimos en la vida diaria, en las máscaras que usamos para no mostrar demasiado. Contigo no había nada de eso. No hacía falta. Y eso era raro y bonito al mismo tiempo.
Había algo tranquilizador en saber que podía hablar contigo sin medir cada palabra. Y más aún, que tú hacías lo mismo. Empecé a notar cómo cada charla nos acercaba un poco más, no de una forma repentina, sino como quien da pasos pequeños pero firmes.
Esa sensación de complicidad, de confianza que crece sin planearlo, fue lo que me hizo entender que las personas no se eligen por azar. Que a veces uno simplemente siente que debe estar ahí, acompañar, escuchar y respetar.
Con el paso de las semanas, nuestras charlas se convirtieron en una costumbre, y me descubrí pensando en ti incluso cuando no hablábamos. Me sorprendía recordando tus frases, tus ideas, alguna risa que me habías sacado sin querer. Me di cuenta de que, sin notarlo, habías empezado a ocupar un lugar importante en mí día a día.
Y todo había empezado aquel 17 de agosto.
A veces pienso que hay días que no parecen importantes hasta que pasa el tiempo. Momentos que parecen casuales, pero que terminan marcando un punto de partida. Ese día fue uno de ellos.
Desde entonces, cada vez que pienso en ese día, me invade una sensación de felicidad. Es como mirar atrás y ver cómo algo pequeño se convirtió en algo grande sin que te dieras cuenta. Cómo una charla cualquiera se transformó en un vínculo sincero.
No sé si se puede explicar con palabras, pero hay amistades que simplemente fluyen. No necesitan definiciones, no piden nada, solo existen y crecen. Eso fue lo que empezó aquel 17 de agosto.
A veces, cuando cierro los ojos, todavía puedo imaginar el sonido de las notificaciones de esos días, las horas que pasaban sin notarlo, el brillo suave de la pantalla en medio de la noche. Recuerdo la mezcla de tranquilidad y curiosidad, el silencio de mi habitación mientras leía tus mensajes, la sensación de estar acompañado incluso sin verte.
No fue solo el inicio de una amistad. Fue el inicio de algo más profundo: de entender que las conexiones reales no se planean, simplemente ocurren.
Y así, entre mensajes, risas, silencios y palabras sinceras, empezamos a escribir una historia que no sabíamos a dónde nos llevaría. Una historia que todavía sigue viva.
Y cada vez que pienso en ti, Forastera, en todo lo que compartimos y en cómo empezó todo, me doy cuenta de que aquel día —ese sencillo e inesperado 17 de agosto— fue el comienzo de algo que, sin buscarlo, me hizo acercarme a ti y no parar de hacerlo hasta que la distancia se acabó ese 14 de Septiembre que viniste a verme y nos fundimos en un abrazo… Pero todavía es pronto para desvelar “CAP 2” La Libélula.


















